Retamar entre nosotros

Retamar entre nosotros

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Roberto Fernández Retamar hubiera cumplido hoy 95 años. Ese aniversario invita a recordar no solo a uno de los más grandes poetas cubanos, sino a un intelectual íntegro, que conjugó de manera ejemplar el arte de la palabra y el compromiso cívico. Su verso «Con las mismas manos de acariciarte estoy construyendo una escuela» resume con extraordinaria economía esa doble vocación: el hombre que canta al amor y a la ternura, pero que también pone sus manos —y su verbo— al servicio de un proyecto social.

 

 

Foto: Archivo

 

 

Poeta y servidor público: dos condiciones que no siempre marchan cómodamente juntas. Retamar supo enarbolarlas con ética meridiana. Nunca subordinó la poesía a consignas, pero tampoco replegó su voz en una torre de marfil. Por el contrario, hizo de la poesía un instrumento de resistencia, de lucidez, de diálogo con su tiempo. Sus versos no son solo líricos; son también palabras que ayudan a «sostener» y a encontrar sentido en la lucha cotidiana. Y ese es, quizás, el mayor homenaje que puede recibir un poeta: que su palabra se vuelva palabra de muchos.

 

Lejos de los excesos formales o del experimentalismo vacuo, Retamar cultivó una poesía esencial, clara, directa, que no renunciaba al vuelo ni a la belleza. Basta leer su conocido poema Felices los normales para advertir la hondura de su mirada, su capacidad de revelar en lo cotidiano una dimensión humana universal. Esa sencillez de expresión, cargada de implicaciones, explica que sus versos hayan trascendido generaciones y fronteras, convirtiéndose en parte del imaginario cultural cubano.

 

La coherencia entre su obra y su vida fue uno de los sellos distintivos de Retamar. No le bastó el convencimiento de que la poesía siempre será útil; decidió poner su talento y su energía al servicio de la Revolución. Lo hizo sin idealismos ciegos, con los pies en la tierra y los ojos en la utopía. Así vivió su militancia, así asumió también su prolongada labor como presidente de la Casa de las Américas, continuando la obra iniciada por Haydee Santamaría y convirtiendo la institución en un puente fecundo entre creadores de toda América Latina.

 

No menos notable es su aporte como ensayista. Obras como Calibán, relectura latinoamericanista de La tempestad de Shakespeare, son hitos del pensamiento crítico de la región. En ese ensayo —y en muchos otros— Retamar propuso cambiar la mirada, interrogar los relatos heredados, pensar América desde sus propios códigos y experiencias. Su prosa ensayística, elegante y reveladora, iluminó zonas esenciales de la cultura, la historia y la identidad de nuestros pueblos.

 

Algunos detractores han querido reducir su figura a la de un funcionario, incapaces de comprender la complejidad de un hombre que asumió con honestidad tanto la función pública como la creación artística. Pero Retamar no necesita defensas: su obra, vasta y profunda, es su mejor testimonio. Pocos intelectuales han conjugado con tanto rigor el pensamiento y la acción, el canto y el compromiso.

 

Hoy, al evocarlo, no basta con consignar su magisterio literario o su influencia cultural. Es preciso reivindicar también su ejemplo ético: el del poeta que no vivía de la literatura, sino para la literatura; el del hombre que respiraba el aire limpio del mar y celebraba el simple hecho de haber estado. Esa lección de autenticidad y de entrega sigue interpelándonos, en un tiempo que necesita más que nunca de voces claras y de manos dispuestas a construir.

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