Es 7 de junio y en Cuba se celebra el Día del Bibliotecario. El motivo es bien sabido: un hombre grande, de esos que apostaron por enriquecer el tejido espiritual de la nación, nació en esta fecha, hace 213 años.
Considerado el Padre de la Bibliografía Cubana, fue Antonio Bachiller y Morales un infatigable investigador y autor de Cuba Primitiva y de los Apuntes para la historia de las letras y de la instrucción pública en la Isla de Cuba (1859-1861), una obra en la que se encuentran las primeras bibliografías elaboradas en la Isla.
Pudo Martí palpar tempranamente la fuerza de su personalidad, pues Bachiller y Morales era el director del Instituto de Segunda Enseñanza en el que el adolescente estudiaría. Muchos años después, cuando el sabio cubano murió, a los 76 años, Martí lo recordaría en un artículo, publicado en Nueva York, en El Avisador Hispanoamericano.
En el intelectual, que fue patriota y sufrió exilio, porque sobre su persona se sospechaban conductas liberales, reconoció el Héroe a un «americano apasionado, cronista ejemplar, filólogo experto, arqueólogo famoso, filósofo asiduo, abogado justo, maestro amable, literato diligente», y añadiría que «fue Bachiller notable porque cuando pudo abandonar a su país o seguirlo en la crisis a que le tenían mal preparado su carácter pacífico, su filosofía generosa, su complacencia en las dignidades, su desconfianza en la empresa, sus hábitos de rico, dejó su casa de mármol con sus fuentes y sus flores, y sus libros, y sin más caudal que su mujer, se vino a vivir con el honor, donde las miradas no saludan, y el sol no calienta a los viejos, y cae la nieve».
No a todos nos está dado ser como aquellas figuras que encabezan, con su ejemplo, el camino que hemos elegido. Pero hay que procurar, en lo posible, parecérseles. Es esa palabra bibliotecario una muy dulce, y cercanísima a estudiantes y lectores, y no es posible serlo contraviniendo a aquellos que los han antecedido.

Han de ser los bibliotecarios –no por gusto tantas veces llamados duendes, hadas, seres nobles que animan las bibliotecas– conocedores certeros de todo el material de que disponen para ofrecer; y como el gran bibliógrafo, estudiosos, amables y justos.
Para mi complacencia, guardo hermosas experiencias al recordar a estos profesionales capaces de ofrecer, con sus encomiendas, el atajo hacia el conocimiento. Y hay dos alusiones que jamás olvido. La voz solícita y entrañable de nuestra Araceli García Carranza, para la que nada es más importante que responder a la pregunta de todo el que la consulta; y la de aquel hombre solitario y de manos amorosas, llamado Carlos Villanueva, que en la noche en que el ciclón del 44 azotó La Habana, no abandonó la Biblioteca –ubicada aún la Biblioteca Nacional en el Castillo de la Fuerza– porque no podía dejar que las ráfagas de viento y la lluvia arrasaran con los libros.